El viernes por la noche fuimos a tomar un helado. Quería ir expresamente a la heladería a la que empecé a venir con mis padres hace unos quince años. De stracciatella y en cucurucho, no había negociación. Veníamos de cenar mirando el mar en un chiringuito que hay en el puerto, de esos que solo conoces si eres un local de los últimos kilómetros de La Manga, este lugar que es privilegio de unos pocos. Huele a fritura y tiene una de las mejores puestas de sol de por aquí. Mezclábamos cerveza y vino mientras comíamos buñuelos de bacalao y teníamos una conversación de esas “que nos gusta tener”. Carlos me contaba cómo le había hecho reflexionar el viaje en Blablacar del miércoles. Viajó en su coche una señora de unos sesenta años que hacía, como cada semana, un viaje de dos horas y media en coche para pasar dos días junto a su hijo mayor, en coma en el hospital desde hacía meses. La inteligencia emocional de Carlos es superlativa. Quizás para cualquier otra persona aquello habría pasado como un dato sin más, pero él lleva en su mente la historia varios días. Si hay algo cierto es que nada lo es, salvo este presente, y sobre eso charlábamos aquella noche. La vida pende continuamente de un hilo y lo que ahora sí quizás mañana, en el minuto próximo, en la hora que viene, ya no. Por eso tengo que confesar que tengo sentimientos muy encontramos con esta vida de opositora MIR. Soy consciente del número de horas que paso sentada en este escritorio. Demasiadas. Es como si lo urgente se hubiera disfrazado de lo importante, como si el orden de prioridades estuviera totalmente invertido. Y así los días pasan, como si fueran a volver. A veces miro el mar por la ventana y me pregunto cuántas olas, mañanas y tardes de salitre, me estaré perdiendo. Sé que no hay otra, que esta es la fórmula, por desgracia, establecida, y que este es simplemente el último sprint de esta maratón en la que me inscribí hace seis años. Ya puedo intuir la meta, asoma allí, al fondo. Todos aseguran que merece la pena. Les quiero creer. Si algo estoy sacando en claro de esto, es que quiero vivir, vivirlo todo, no dejarme nada. Por eso me aferro a cada segundo de vida fuera de los apuntes, del planning, de los simulacros y de toda esta parafernalia.
Es muy fácil olvidarse de una misma cuando estás metida dentro de este embrollo. Así procuro salir cada mañana a mi encuentro en unos minutos de meditación bañados por el primer sol del día, que no falta nunca a la cita. A ratos escapo de mis cuadernos y pilas de folios y salgo a empaparme del placer visual del mar, a sentir su susurro amable, incesante. En ocasiones no puedo evitarlo y termino bajando a que el agua me acaricie los pies. Me deleito en los atardeceres en los que el sol, con el trabajo del día hecho, se despide dando paso a la quietud de la noche. ¿No es acaso el atardecer uno de los momentos más espléndidos del día? El cielo expresa una paleta de colores magnífica. Es como si nos regalara un cuadro como premio por el trabajo bien hecho, el alma puesta, otro día más. De vez en cuando vuelvo a los brazos de mi madre, porque una madre siempre lo es. No importa lo grande que seas, siempre es ahí donde se encuentra la calidez, la ternura, ese “tranquila, todo irá bien” que resta vuelos a todo. Disfruto de la siesta (aún siendo breve), de la comida rica, de ponerme guapa cada vez que salgo. Son también mis collares de colores, mis pendientes largos y mis tops con el ombligo al viento para mí el recuerdo de que es verano, la vida está siendo. Adoro este color rosado en mis pómulos y el tostado de mis hombros, pese a que no los saco al sol tanto como me gustaría. Me aferro a los ratitos de cerveza y vino, como el de la noche del viernes, al aperitivo de los domingos, al momento de ir a la compra -¡obviamos lo más sencillo!-, al agua de la ducha arrastrando la sal, los reencuentros con los amigos de la playa y sí, también, a los bailes en las noches de fiesta, que no son muchas, pero sí buenas. Porque a la vida, a esta vida inmensa, no le falta detalle.
Es la actitud con la que afrontamos cada reto de la vida la que determina cómo lo transitamos, cómo lo recordaremos y qué será de nosotros después. Quiero acabar mi maratón, cruzar la meta, y para ello trabajo intensamente cada día, pero también sé que el verdadero objetivo es el camino, el día a día. Hace tiempo que puse en off el piloto automático. Quiero correr estos últimos kilómetros con los ojos muy abiertos y la sonrisa puesta, no perderme ni uno de esos detalles que hay tras cada esquina, empaparme de este verano joven. Acabará, siempre lo hace, se convertirá en recuerdo a modo de fotografías de atardeceres en nuestro carrete y un moreno del que nos iremos despidiendo, con toda la pena del mundo, poco a poco. Quiero recordarlo con la certeza de haberlo vivido todo, pese a todo, no dejarme nada.
Con amor, desde un balcón al mar.
Atardecer en mi Mar Menor.
Muy bonito,muy verano
Cuánta razón y qué bien explicada la sensación de ser MIR en verano... Nos quedaremos con los ratitos, como los de leer tus posts, hasta que se acabe esta maratón :)