La lluvia fina de esta mañana ha quedado un rastro de charcos en los que el sol, tímido, busca reflejarse. La tarde anterior, entre las nubes grises, se coló un rayo de lorenzo que atravesó directo, imparable, el ventanal de la oficina. Ayer, mientras conducía de vuelta a casa y tras atravesar un puerto de montaña encerrado en niebla y llovizna, la luz quebró los cristales del coche, me alumbró el resto del camino. Entendí todos estos mensaje y sonreí.
Ya son varias las semanas que llevamos caminando con la mezcla de agua y tierra bajo nuestros pies. Al mismo tiempo azul y gris se dan la mano en el cielo. Es un privilegio ser sensible a estas imágenes. Dolor y belleza bailan la misma canción. Es la vida siendo sin tapujos.
Pienso en la cantidad de cosas que planeamos, anhelando un futuro que queremos convertir en presente. Pienso en los días que se nos escurren en este acto ingenuo de mirar hacia otro lado, mientras que lo que es solo puede ser ahora. Esa prisa por huir del presente, por negar la suerte de lo único cierto, que nos priva de tantas cosas.
Vendrán los viajes, los rayos de sol primaverales, el color empapará las esquinas de esta ciudad que se ha vestido de tonos ceniza. Pero esto no es una espera, no puede serlo. El gesto amable del desconocido, decir “por favor y gracias”, sonreír, el abrazo de quien te quiere de verdad, una conversación a dos en un mediodía de viernes lluvioso. Tus canciones favoritas sonando en el coche, un mensaje sincero que pregunta “¿cómo estás?”, el bizcocho de la abuela, la siesta del domingo, la película de Frida Kahlo, ese amigo al que hacía meses que no veías, pero jamás ha importado porque la amistad de verdad no entiende de tiempos ni distancias, es leal pese a todo. Una tostada de aguacate, una clase de baile, tener agujetas, encontrar mesa en tu restaurante favorito, una copa de Pago Santa Cruz, la gente que habla sin miedo, que se quita las capas, que muestra lo de dentro, lo de verdad, sin tonterías. Porque en verdad todos somos eso, lo que queda tras el armazón que construimos en el inútil acto de intentar protegernos. ¿Protegernos de qué? Si la lluvia cuando apriete nos mojará a todos, si la vida, imparable, ya tiene sus planes. Con lo que pesa esa armadura, elijo la ligereza. Elijo el presente, estar.
Rescato algo de Tomás González en La luz difícil, que recibí como regalo por mi veinticuatro cumpleaños, hace poco menos de un año, el pasado uno de abril:
« ¡Cómo nos conmueve, cuanto menos lo pensamos, la belleza! Claro que a mí ahora todo parece conmoverme y veo belleza por todos lados. »
Pues sí, Tomás. Está en todo. La belleza, digo. Basta afinar la mirada y aceptar que convive con el dolor. Quizás eso la eleve más aún.
Luz de velas y café.