Me gusta viajar en coche y quizás sea porque me gusta el control de las cosas, y cuanto más mayor me hago, más aún. Me explico. Tomar un avión o un tren implica dejarse a merced de demasiados asuntos que no dependen de mí: retrasos, colas, colas y más colas, la comida (terrible) de los aeropuertos, y un pequeño, pequeñísimo, sillón, en el que irás acorralado durante las próximas horas. Con el coche yo marco mis tiempos, mis paradas, esa hora temprana de la mañana que es perfecta para partir, cuando el sol acaba de desperezarse. La música acompaña la jornada, los paisajes que van quedando atrás.
La carretera por la que se llega a Tarifa es algo estrecha y sinuosa, aunque son el verde que va dejando a ambos lados y el azul del mar de fondo los verdaderos protagonistas de la bienvenida que uno recibe al llegar a ese rincón de la provincia, siempre acogedora, de Cádiz. A aquellos tonos de bienvenida se le sumarían más tarde los cientos de colores que inundaban el jardín de nuestro alojamiento, uno de los más especiales hasta el momento. Había flores, muchas flores. Era una sinfonía perfecta: los vientos de Levante arrastraban el olor del mar, la maresía, anunciando un verano que ya llega y que baila al son de una primavera de finales de mayo que es, simplemente, la vida en pleno auge.
Que en el camino nunca falten flores.
En mitad de aquella fiesta para los sentidos, regresaron a mi mente los recuerdos de unas semanas atrás, aquel lunes 5 de mayo en otro punto geográfico completamente distinto. Volví a aquella mañana húmeda en Madrid, al despertar muy temprano, a la primera mañana de mi vida en la que no pude (es que me moría de nervios) disfrutar del café. La impaciencia me latía fuerte dentro del pecho. Al mismo tiempo quería vivir todo aquello muy despacio, sostenerlo entre mis manos. Una hoja de papel, algunos rostros conocidos, abrazos sinceros, la sonrisa temblorosa y presente esa frase que subrayé en verano, a lápiz, y sobre la que volví tiempo después, para sellarla para siempre en amarillo. Supe que me acompañaría en aquel día:
El momento en el que un hombre toma una decisión y se pone en camino para hacerla realidad es, sin duda, de los más hermosos que una vida pueda brindar.
Yo estaba tomando mi decisión, poniéndome en camino, haciéndola realidad. Estaba siendo hermoso, bellísimo. Aquellos instantes albergaban para mí planetas, galaxias, todas y cada una de las flores del campo, el azul del cielo, todas las escenas de una vida, que era la mía. Y entonces entendí que aquello era tan hermoso y bello porque el camino lo había trazado yo misma, con mis pies y mis manos, a mi manera. Siete años (ciertamente, muchos más) de ir hacia delante, con un propósito, de confiar y trabajar, con paciencia, con ilusión. No me gusta hablar de disciplina. Amor, poner el alma, se ajustan mucho más a la definición con la que me identifico. También estaban allí presentes todos aquellos momentos en los que el miedo, el cansancio, habían hecho mella. Todas las veces que creí no ser capaz, todas las veces en las que no fui lo suficiente amable conmigo misma. Y me abracé al darme cuenta de que, con el tiempo, había aprendido a abrir los ojos, el corazón, comprender que aquellas no eran sino oportunidades para moldear una versión de mí misma cada día más cariñosa y consecuente. Llegaría a donde yo me propusiera, pero era mi responsabilidad llegar bien, cuidarme, quererme mucho, muchísimo. Me lo prometí. Y lo he conseguido.
¡Voy a ser Ginecóloga y Obstetra!
Se ponía el sol en la playa de Los Lances. El anaranjado de mi Aperol Spritz sintonizada con uno de los atardeceres más bellos que había contemplado nunca. Brindamos, agradecimos, reímos. La vida era esto: no lamentar ninguno de los días grises que pudieran quedar atrás. Nos hacen grandes. Nos traen hasta aquí. Y si en este aquí y ahora la vida es radiante, con más razón hay que detenerse, dejar que nos atraviese, empaparnos. Sentirnos merecedores de estos momentos de grandeza.
Atardece el mes de mayo en Tarifa.